Como niña, crecí en una atmósfera impregnada de mensajes sobre cómo agradar o desagradar a Dios según su Palabra. Mi mamá asistía a una iglesia cristiana, y esa influencia marcó mi infancia. Con un temperamento tranquilo y siendo una niña obediente, me esforzaba conscientemente por cumplir con los mandamientos escritos, convenciéndome de que era una buena persona. Pero un día, todo cambió.
Romanos 2:1 resonó fuertemente en mi interior: "Tal vez crees que puedes condenar a tales individuos, pero tu maldad es igual que la de ellos, ¡y no tienes ninguna excusa!" Me di cuenta de que, aunque no cometía los pecados visibles que veía en otros, en mi corazón juvenil residía el orgullo y el juicio. Descubrí que la autojustificación no me hacía inocente.
Llegó el momento en que me vi en la corte celestial, necesitada del perdón por esos pecados, entendiendo que para Dios no hay pecados pequeños o grandes. Confesé y me arrepentí de mi orgullo y juicio, y experimenté la justicia de Dios.
La verdad se manifestó: somos declarados justos ante Dios cuando creemos en el sacrificio de Jesús. Su gracia nos hace justos a sus ojos, liberándonos del castigo de nuestros pecados. No importa la magnitud o visibilidad del pecado; la invitación es universal: "Vengan ahora. Vamos a resolver este asunto", dice el Señor.
Romanos 3:22-25 y Isaías 1:18 NTV reafirman la promesa divina: "Aunque tus pecados sean como la escarlata, yo los haré tan blancos como la nieve." Así, me di cuenta de que no era buena por mérito propio, sino que necesitaba la bondad de Dios.
Escrito Por Celia Guevara de Preza, inspirado en la predicación del 24 de febrero de 2024.
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